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La Gruta del Toscano de Ignacio Padilla

Después de un inicio prometedor, la novela parece irse en picada, lo cual resulta irónicamente apropiado para una novela que habla de espeleología y escaladores de cavernas...

La historia es bastante atractiva. En los albores del siglo XX, un capitán perteneciente a un oscuro principado germano descubre, durante una expedición a los Himalayas, una gruta con una misteriosa inscripción en sánscrito, que una vez traducida resultan ser los famosos versos de Dante, “pierdan toda esperanza aquellos que entren”. A partir de ese momento, se desata una loca carrera a lo largo de los años por llegar al fondo de la gruta, bautizada como la Gruta del Toscano, que podría resultar la inspiración para el Infierno dantesco, sino es que el Infierno mismo.

Sin embargo, la prosa de Ignacio Padilla muchas veces no ayuda e incluso hace tropezar al alpinista lector que remonte las páginas de esta novela. El escritor mexicano, el más prometedor de todos los que de su generación se agrupan en el autonombrado Crack, es un soberbio contador de historias, pero un pésimo constructor de imágenes, que, valga la figura, no agarran contra la piedra y se desploman hacia el abismo. Así, el terror más grande es aquel que “lleva escrito nuestro nombre con todas sus letras, como un pasquín que anunciara la sentencia de los hados a una muerte cuyos pormenores desconocemos” (77) y el corazón se contrae como si “una estantigua de cruzados entonase la más desagarradota ópera de Wagner” (205).

No estamos, sin duda, ante la mejor obra de Padilla. Ese lugar lo sigue ocupando Amphitryon (Premio Primavera 2000). Sin embargo, todas las obsesiones habituales del escritor están aquí. Su obsesión por el nazismo, la confusión de identidades, el turismo literario, las vueltas de tuerca sorprendentes por inesperadas, todos confluyen en esta obra que afortunadamente sobrevive a sus malas imágenes y a la caída inicial para entregar una poderosa historia sobre las obsesiones de los hombres, sobre la estupidez y la banalidad de esas obsesiones, sobre la estupidez y la banalidad de los hombres.

El peor error de esta novela, pues, es tratar de ser literatura. Habría que decir, Literatura, con mayúscula. Cuando trata de “poetizar”, Ignacio Padilla falla estrepitosamente, cuando olvida las pretensiones y se limita a narrar, logra articular una narración muy afortunada. Es, eso sí, muy libresca. El lector de Dante, de Anthony Hope, de Jules Verne, encontrará muchas referencias y guiños a lo largo de la historia, que el lego pasará de largo sin demasiado sufrimiento.

Recomendaría con gusto esta novela a cualquiera que trate, consciente o inconscientemente de las anécdotas flojas y malogradas de El Código Da Vinci y su miríada de émulos. Incluso recomiendo la novela a aquellos lectores menos ocasionales, que busquen una voz fresca en la narrativa mexicana. Sólo a los paladares más exigentes les sugeriría abstenerse. Eso sí, el final es espectacular. Ya sabrán si se lo quieren perder.

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