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Después de mi muerte, mi mujer se volvió loca y comenzó a demandar a todo el mundo por derechos de autor


(Este cuento apareció originalmente en Guardagujas 41.)


En mi juventud hice un largo viaje por Europa. El poco dinero que llevaba conmigo se acabó en unas cuantas semanas. Viajar por Europa era caro o me lo parecía en aquel momento en que era joven y pobre y no conocía nada del mundo. Para no pasar hambre se me ocurrió intercambiar mis cuentos por comida. Era una idea romántica y desesperada, pero funcionó. También intercambié algunos poemas por vino, aunque nunca me consideré un poeta. Viví dos meses de escribir o, más bien, de las almas caritativas que aceptaron unas cuantas páginas escritas a mano como pago por un pedazo de pan, un queso o en una ocasión memorable un plato de fabada. Era joven, tenía hambre y sólo tenía un cuaderno y una pluma. Así viví dos meses, viajando desde Lisboa hasta Praga y luego de vuelta a Madrid, desde donde llamé a mis padres y les pedí ayuda para comprar un billete de vuelta a América.
No volví a pensar demasiado en ese viaje hasta unas semanas después de mi muerte, cuando mi mujer comenzó a demandar a todo el mundo por derechos de autor. Mis derechos de autor, se entiende, que al momento de mi muerte se habían transferido a ella. Apenas había recibido un homenaje en México a mi trayectoria como novelista, en el cual habían estado presentes mis cenizas. La ceremonia, sencilla, estuvo cargada de sentimiento. Fue a los organizadores del homenaje a los primeros que demandó mi mujer, por haber utilizado frases de mis libros sin su permiso durante el panegírico. Era el comienzo de muchas demandas y de las sospechas públicas en torno a mi muerte.
No tengo bien claro como es que morí. La muerte me llegó por la espalda. El último recuerdo que tengo de mi vida es que lavaba los platos después de la cena. Yo mismo la había preparado: sopa de calabaza, linguini, calamares rellenos. Para chuparse los dedos. Tras la cena discutí con mi mujer, prefiero no decir por qué, llevé los platos a la cocina y comencé a lavarlos. Después dejé de estar vivo. Como ya he dicho, no sé como es que morí. Fue súbito, eso sí, como la sensación que da entrar a un cuarto helado. Un momento estaba vivo y al siguiente no. Por razones que se entenderán muy pronto, creo que la responsable de mi muerte es mi mujer. No podría asegurarlo. ¿Me habrá clavado un cuchillo por la espalda? No, no sería su estilo. ¿Veneno, entonces? ¿Un disparo? No podría descartar esa posibilidad. Todo el mundo sabe —o ya está por enterarse— que mi mujer es una tiradora experta. La enseñó su padre, por su puesto, que es general en el ejército o más bien era general, hasta que el presidente lo llamó a servir al frente de la procuraduría de justicia.
Nuestra boda fue un escándalo. Yo era un joven escritor que había tenido un éxito inusitado con su primera novela. Ella era una de las joyas más brillantes del país según la revista Hola. Hubo muchos habladurías antes de la boda. Eran ciertas. Siete meses después de casados nació nuestro primer hijo, a quién llamamos Ifigenio, en honor a su abuelo el general. Mi esposa se rehusó a darle pecho porque arruinaría su figura, así que contratamos a una nodriza alemana para que se encargara de la tarea. Lo cierto es que sí conservó su figura. No podía quitarle las manos de encima. Un año después nació Babette, nuestra primera hija.
Para sorpresa de todos, pero especialmente mía, las ganancias obtenidas con mi primera novela y la venta de los derechos de traducción me permitían sostener a mi familia con cierta holgura. No obstante, mi suegro sintió la necesidad de conseguirme un buen puesto en el servicio diplomático. Desempeñaba el cargo de agregado cultural en Buenos Aires cuando nació Babette. Vivimos lo suficiente en Argentina como para que Babette se quedara toda su vida con el acento. Sólo volvíamos a México en diciembre, para pasar las fiestas con mis suegros, y cuando tenía que promocionar alguno de mis libros.
Cuando morí estábamos en París. Lavaba los platos tras la cena y después ya no hice nada. Quizá un disparo terminó conmigo. Quizá ese disparo lo hizo mi mujer. ¿Por qué habría de dispararme? Es cierto que durante nuestra vida de casados cometí algunas indiscreciones. En cierta ocasión, incluso, me fugué durante varios meses con una pintora colombiana a Mikonos, hasta que mi suegro el general vino a buscarme. Pero divago. En mi defensa, diré que no hay mucho más que hacer cuando estás muerto que divagar. Nunca esperé que la muerte fuera esto. Más bien, esperaba que no fuera nada. Desde aquí, desde la muerte, puedes verlo todo, puedes escucharlo, puedes saborearlo y sentirlo todo.
Lo primero que vi, tras mi muerte, fue un plato roto. El plato que lavaba antes de morir, que había caído al suelo y se había partido en pedazos. Todavía tenía espuma de jabón. Quizá, en ese momento, detrás de mí, mi mujer dejaba caer al suelo una pistola humeante. No volteé. En primera, porque mi cuerpo ya no era mío. Después de muerto no hay tal cosa como voltear. Era un muerto nuevo, que no sabía como elegir que mirar. En segunda, si la mujer a la que amas, con la que has tenido tres hijos y una vida plena te dispara por la espalda, ¿querrías saberlo?
No siempre fue de esta forma, por supuesto. El primer año de nuestro matrimonio fue difícil, sí. Todas sus amigas le retiraron el habla. Los restaurantes en los que comía habitualmente tenían un súbito sobre cupo cuando nos aparecíamos en la puerta. Aprendimos a estar solos los dos y a disfrutar de nuestra compañía. Nos enamoramos, quizá, en el momento en que ella sostuvo por primera vez al pequeño Ifigenio en sus brazos. Eramos jóvenes y ricos. Teníamos el mundo a nuestros pies. Creo que fuimos felices durante aquellos primeros años, en México y en Buenos Aires. No. No lo creo. Fuimos felices.
¿Y después? Cuando los niños crecieron lo suficiente como para enviarlos a los mejores internados de Estados Unidos o Inglaterra y nos volvimos a quedar solos, no supimos que hacer con esa soledad compartida. Huimos a Barcelona, a Frankfurt, a Madrid, a Viena. Donde sea que hubiera gente y fiestas que nos permitieran evadir el abismo que crecía entre nosotros. Nuestros amigos eran otros escritores, artistas, diplomáticos y sus cónyuges. Luego, esos amigos se volvieron nuestros amantes.
Siempre sospeché que mi amigo Jonathan tenía un largo idilio con ella, un idilio que coincidía con las fechas en las cuales yo debía partir en una gira promocional o despachar mis labores como agregado cultural, pero que terminaba en cuanto yo volvía a casa. Jonathan, por supuesto, había sido el padrino en nuestra boda. Era su amigo, en realidad. Quiero decir que fue él quien me presentó a mi futura esposa, en una galería en Oaxaca. Quizá fuera Jonathan el que tirara el gatillo. Mi mujer le abrió la puerta tras nuestra pelea y él entró sin hacer ruido a la cocina, presionó el cañón contra mi nuca y disparó. O no. No tengo evidencias de que Jonathan me asesinara. Estaba en Roma el día de mi muerte, creo. No tengo evidencia alguna de que me hayan disparado o asesinado. Lo que si sé es que una semana después de mi muerte Jonathan pasó la noche en mi casa, en mi cama, para ser más precisos. Luego ya no salió de ahí.
Pagué esa casa con los derechos para la película de mi última novela. Se estrenará en unos meses, estelarizada por Tom Cruise y Katie Holmes. No me habían invitado a la premiere, pero ahora que estoy muerto podré colarme. No me invitaron porque la noche que conocía los Cruise traté de tocarle los senos a Katie. Mi esposa se moría de ganas de que Tom le tocara los senos, también, pero él sólo intentaba que nos uniéramos a su religión. Era una especie de culto Jedi. No sonaba tan mal, ahora que tengo tiempo para pensarlo. Quizá debía aceptar la invitación. Pero luego yo traté de tocarle los senos a Katie, que se veían deliciosos detrás del escote, y se acabó la fiesta.
No sé por qué lo hice. Me refiero a comprar la casa, no a tocarle los senos a Katie Holmes. Me gustaba nuestro departamento en Trocadéro. Era la envidia de todos nuestros amigos. Supongo que no sabía que hacer con tanto dinero. También, quería dejarle alguna propiedad a cada uno de mis hijos. Para Ifigenio, que ahora estudia cine en Italia, la casa de la Ciudad de México, para Babette, el departamento de Trocadéro. Para Silvia, la casa que ahora comparte Jonathan con mi esposa. Silvia es mi favorita, por cierto. En vida nunca lo habría admitido, pero ahora me da igual. Está en mi testamento, la repartición de bienes. ¿Por eso me habrá matado mi esposa?
Jonathan la asesoraba en cuanto a las demandas, aunque su papel consistía más que nada en apuntar el dedo hacía posibles objetivos de su furia patrimonial. Tras demandar a los organizadores de mi homenaje, demandó también a la televisora que había transmitido el evento por difundir mi imagen. Siguieron un par de críticos literarios que preparaban libros sobre mi obra, un documentalista portugués que preparaba una corto sobre mi viaje juvenil por Europa, y por supuesto, la productora de Tom Cruise, bajo el pretexto de que el material original, mi novela, no era tratado con suficiente respeto.
Por supuesto, las demandas llegaron a todos aquellas personas que tenían en poder aquellos manuscritos con los que pagué mis alimentos en aquel viaje de juventud. Mi mujer contrató a un detective privado para localizarlos a todos, ayudada del material que le había quitado al documentalista portugués. En total, consiguió reunir 10 cuentos y 8 poemas gracias a amenazas y avisos judiciales. Yo no recuerdo cuánto escribí en aquel viaje. Sólo entonces, tantos años después y ya muerto, traté de hacer memoria. No entendía el proceder de mi mujer, quién a los dos meses ya se dejaba ver públicamente con Jonathan, mientras las demandas se multiplicaban, a la vez que algunos valientes periodistas levantaban valerosas dudas acerca de las circunstancias de mi muerte.
Quizá debo aclarar que las acciones de mi mujer, aunque incomprensibles, no me causan demasiada preocupación. Más bien, me intrigan sus motivos. Estoy muerto. Se está aquí bien en la muerte. Una vez muerto puedes hacer lo que quieras sin engordar, sin enfermarte, sin preocuparte por el dinero o la reseña de tu próximo libro en El País. La muerte es, si acaso, una voz que no sabe detenerse. Ya he dicho en varias ocasiones que no quiero saber si mi mujer o su amante me asesinaron. Prefiero pasar toda mi muerte sin saberlo. De todas formas, los periodistas no pudieron indagar demasiado. Ante la serie de demandas que llegaron contra sus personas, sus jefes, sus periódicos, tuvieron que desistir de volver a publicar mi nombre o si quiera sugerirlo. Cuando una ancianita de Toulusse fue llevada presa por rehusarse a entregar uno de mis cuentos a mi mujer, la prensa prefirió no mencionar el evento.
Han aparecido, eso sí, algunos valientes que desde la clandestinidad publican legajos en contra de mi mujer. La acusan de empresaria y mercantilista. Dicen que la mueve la ambición. Yo no estoy tan seguro. A pesar de todo, creo que la mueve el amor, el amor hacía mí o hacia mi recuerdo. La amo, debo confesar, de la forma en que sólo un muerto puede amar a su asesino. No puedo asegurar que me halla asesinado, aunque de cuando en cuando, mientras vago por un museo de noche, me asalta la duda. No dura mucho.
Después de demandar a mi editorial por no promocionar adecuadamente mi obra, fundó una editorial a mi nombre para reeditar toda mi obra, incluyendo esos cuentos y poemas de juventud. Jonathan fue nombrado director de la editorial desde el comienzo. Son unos libros muy hermosos, editados con mucho cuidado. Los títulos de los libros están inscritos con letras de oro, en los cuales puede verse el reflejo de quien los lee. Por supuesto, yo no tengo reflejo. Cuando veo los libros en el aparador de una librería sólo miro la calle, los paseantes, los automóviles. Si es invierno, la nieve.
A ratos siento que me pierdo o me desvanezco. Pueden pasar días enteros sin que tome conciencia de nada. Hasta que de pronto, mi mujer loca, otra demanda o mis nietos que juegan a la ouija frente a mis cenizas me distraen un rato. A veces siento que algo tira de mí, por ejemplo, cuando se organiza un simposio sobre mi obra o cuando alguien llora en un café mientras lee mis escritos.
No extraño en realidad mi fama, ni los homenajes, ni siquiera extraño mucho escribir. Lo que más extraño son sus labios. El tacto y el sabor de sus labios, quiero decir, porque aún puedo verlos cuando atravieso las paredes de mi vieja casa y la observo dormir. También Jonathan está ahí, pero a él no lo observo. Habla dormida, mi mujer, pero nunca escucho lo que dice. Es sólo un susurro. ¿Cuenta el dinero que le han dejado mis libros? ¿Habla conmigo? ¿Me pide perdón por matarme? Pero incluso sus labios sólo me distraen por un momento. Pronto no seré más que polvo. No me preocupa. El polvo es bueno. Me gusta.

Comentarios

J.Salavert dijo…
Se me ocurre esto, René:


"Che andate con cuidado, pibito chilango, que así nomás te denuncio por infamias.
Firmado,

María Amadok"

Je, je...

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