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Todo lo que quería saber, lo aprendí jugando Vampire (II).

Todo lo que quería saber, lo aprendí jugando Vampire (II).


II. Dios no juega a los dados

Al terminar el último curso de la escuela secundaria, me fui de vacaciones a Nueva York. De ese viaje sí recuerdo mucho, quizá recuerdo de más. Por ejemplo, recuerdo que la Estatua de la Libertad me desilusionó porque se ve mucho más pequeña en persona que en las películas y que las calles de Nueva York se ven idéntico que en las películas. Tampoco puedo olvidar las calles aledañas a Broadway, llenas de locales que vendían cine porno, el vapor pestilente que salía de las alcantarillas, ni la imagen de un hombre dando de patadas a un indigente que se había quedado dormido frente a la puerta de su casa. Puedo acordarme también de la larga caminata por el Bronx, con sus canchas enrejadas de básquetbol, para llegar al estadio de los Yankees; aunque, por razones históricas, quizás el recuerdo que se mantiene más brillante en mi mente es la imagen de la ciudad desde el mirador de las Torres Gemelas. En el mirador había un letrero que decía “Se prohibe escupir o arrojar objetos”. (Imaginar un escupitajo caer a velocidad Terminal contra la cabeza de un poderoso ejecutivo de Wall Street.)


En la foto, un hombre lanza un escupitajo desde las Torres Gemelas

[Nueva York, antes de que las Torres Gemelas se volvieran un par de cigarrillos gigantes]

El viaje a Nueva York viene al caso porque allá compré todos los míticos manuales necesarios para jugar Calabozos y Dragones. Era una pila bastante pesada de libros que requirieron una maleta para ellos solos. El dependiente del lugar donde los compré era bastante amable, uno de esos tipos que parece que verdaderamente disfrutan su trabajo, y me hizo un buen descuento por volumen. Esa vez también me compré mi primer tubo de dados. Un juego de dados precioso, color rojo nacarado, que perdí unos meses después caminando por la acera frente al edificio de la preparatoria. Casi todos los libros que me compré aquella vez también los perdería, años después, cuando se robaron mi automóvil afuera de la universidad.

Unos quince días después de regresar de Estados Unidos, descubrimos que había una tienda cerca de la estación del metro Coyoacán donde podías comprar juegos de rol. Esa tienda se llamaba Comics Imp, y junto con Comic Castle, que poco después descubrimos también, a un lado de la estación del metro Zapata, se convirtió en el lugar donde todo el dinero que conseguía iba a parar, transformándose en dados poliédricos y suplementos para los juegos. Una vez, afuera de Comic Castle, un chavito trató de quitarme los zapatos tenis, amenazándome con un bolígrafo marca Bic. Ya no recuerdo que pasó después. Todavía tengo esos zapatos, aunque hace mucho dejaron de servir.

Ya en la escuela preparatoria, conocimos a algunos compañeros del último grado que también gustaban de los juegos de rol. Agoran consiguió que nos invitaran a jugar con ellos. Era bastante extraño tratarlos; ellos ya se sentían en la universidad y yo me enfrentaba con miedo apenas a la escuela preparatoria. El ambiente de dicha escuela era bastante pesado, por un lado porque la escuela era sólo para varones, y por el otro porque era una escuela católica. Mis primeras sesiones de juego eran bastante raras. A diferencia de las viejas figurillas del Heroquest, que representaban algunos arquetipos de la literatura fantástica, nuestro grupo de aventureros estaba compuesto por un bardo vestido de bufón, un monje shaolín, un guerrero sagrado en extremo ambicioso, y una especie de vampiro-filósofo. Sus aventuras, en sí mismas, no tenían mucho sentido, y cada vez eran más experimentales.

¿Quién dice que Dios no juega a los dados?


[Un juego de dados del tipo que se usan en los juegos de rol]

En algún momento, Agoran creó a un personaje que no era otra cosa sino una planta de marihuana gigante, superinteligente, y con poderes mágicos. Alguien más usaba como personaje a una cigarra de tamaño humano, que podía utlizar sus poderes mentales para obligar al resto de los personajes a hacer lo que se viniera en gana. Nada de eso importaba, porque era divertido. Reíamos mucho y cuando llegaba la hora de partir todos queríamos seguir jugando. Los juegos de rol se volvieron una escapatoria semanal de las cada vez más duras presiones de la realidad. En el ambiente ‘rolero’, que conocería a fondo años después, cuando un jugador abandona el juego por algún tiempo por causa del trabajo, los estudios, o los miembros del sexo opuesto, se dice que ‘se lo tragó la realidad’.

Así, Gracia, Hernán, Kourchenko (y todos los demás cuyos nombres ya olvidé) terminaron la preparatoria y aunque intentamos seguirnos reuniendo para nuestra sesión semanal de juegos de rol, a todos ellos, uno por uno, se los fue tragando la realidad. Durante el siguiente año escolar le perdí la pista a todos, incluso al buen Agoran, que por aquellos tiempos andaba trepado en una ambulancia de la Cruz Roja salvando vidas y desfaciendo entuertos. Yo sólo me dedicaba a ir a la escuela. La cosa se hubiera quedado ahí y probablemente me hubiera olvidado de los juegos de rol para siempre. Agoran, por supuesto, tenía otros planes.

Al año siguiente, el último de la escuela preparatoria, me enrolé en el Área I, donde entran todos los aspirantes a estudiar carreras físico-matemáticas. Por aquel entonces, yo todavía quería estudiar Física, aunque ya me empezaba a sentir bastante inseguro con esa elección. Los maestros de la preparatoria no ayudaban mucho en ese aspecto, pues todos opinaban que el verdadero futuro estaba en estudiar alguna ingeniería. Cuando uno de ellos, el hermano Rubén, preguntaba quién quería ser ingeniero, casi todo el salón levantaba la mano. Vox pupuli, vox dei. Después de un tiempo, yo también empecé a levantar la mano. También, ese año salí elegido Delegado Académico del grupo, así que pasé una buena parte del tiempo asistiendo a reuniones con los maestros y preparando clases de reposición para los más atrasados en cálculo. Agoran, al mismo tiempo, además de unirse a la Cruz Roja, había conseguido convencer a varios de que los juegos de rol eran algo que les podría gustar y de alguna forma consiguió formar un nuevo grupo. A diferencia del anterior, todos eran nuestros compañeros de grado y tenían relativamente los mismos intereses.

Cuando, por alguna casualidad, me invitaron un viernes a jugar una partida de rol con ellos, descubrí que no jugaban Calabozos y Dragones, sino un juego bastante distinto, llamado Vampire: The Masquerade. (En español, publicado en aquel entonces por la Factoría de Ideas, se llamaba Vampiro: La mascarada.) Agoran y yo ya habíamos jugado algunas sesiones de Vampiro con el grupo anterior, en la cafetería de la escuela. En Vampire, en vez de interpretar a un héroe mítico-épico en un mundo medieval fantástico, cada jugador representaba a un vampiro, un ser inmortal que sobrevivía a través de los siglos bebiendo sangre humana. Más importante aún, el trasfondo del juego era la época actual, en el mundo real. Eso quería decir que tu personaje de vampiro no utilizaba capa y espada, como tu viejo personaje de Calabozos y Dragones, sino una gabardina negra y una escopeta de cañones recortados. Al principio, esa parecía ser toda la diferencia.

Por años, el lugar de mis sueños... y de muchas de mis pesadillas[La Universidad La Salle, donde pasé ocho años de mi vida]




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