Cuando Rómulo inventó el calendario, el mes de enero ni siquiera existía. Después, cuando Numa decretó su existencia, no era como el primer mes, sino el undécimo. El año de los antiguos romanos comenzaba en marzo, el mes dedicado a Marte, como cabría esperar de un pueblo guerrero como los quirites. Es por eso, amable lector, que diciembre suena más bien a diez, y no a doce, así como noviembre a nueve, octubre a ocho y septiembre a siete. En aquellos tiempos, en que lo común era designar la cuenta de los años con el nombre de los dos cónsules que servían ese año, comenzando por el 1 de marzo. No sería sino por una decisión política que el inicio del calendario se movería a enero.
Sin embargo, no todo en el calendario es arbitrario. Los meses son doce y no diez porque este número es divisible entre dos y tres y cuatro, lo que nos permite tener semestres, trimestres y cuatrimestres, que representan una fracción del año. El año dura 365 días, que es casi el tiempo que le toma a nuestro planeta darle una vuelta al sol. Es decir, el tiempo suficiente para haber experimentado las cuatro estaciones en carne propia, haber sobrevivido a las penurias propias del verano y del invierno, sembrado en la primavera, cosechado en el otoño.
Festejar el nuevo año es festejar que sobrevivimos, que seguimos aquí, que queremos más. Es celebrar que viajamos más de novecientos millones de kilómetros sólo para regresar al mismo punto, un año más viejos y, con algo de suerte, más sabios y quizá también un poco más mareados. Sencillamente, celebrar que estamos vivos. Y a diferencia de los antiguos romanos, que comenzaban cada ciclo en el mes dedicado a la guerra, nosotros comenzamos el nuestro en el mes dedicado a Jano, el dios de las puertas, de las encrucijadas, de los comienzos y de los finales.
Así pues, no me queda más que desearles a todos, lectores errantes, asiduos, amigos viejos o nuevos, conocidos en persona o sólo por sus letras, ¡Feliz Año Nuevo!¡Dicha y prosperidad en la Tierra!¡Nos vemos el año que viene!
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