Leo, con una mezcla de ternura y asombro, dos textos que han aparecido en la revista Letralia. El primero de ellos, Leer textos literarios en el bachillerato, aborda justamente ese tema, en el caso específico de México, centrándose específicamente entre la paradoja entre leer por placer y leer por obligación. El segundo, El cuento en la clase de lengua y literatura, se centra en qué y cómo leer cuentos en el aula escolar. Ambos textos defienden la importancia de la literatura en el ambiente escolar, a saber, porque mejora el domino de la lengua, las habilidades de lectura y escritura importantes para el desempeño laboral. Si les interesa mucho el tema, los invito a que lean estos textos y luego regresen aquí.
Comencé diciendo que leía con ternura y asombro estos textos. Paso a exponer algunas de razones que me llevan a leerlos así:
La realidad actual es que la gente joven, en su mayoría, realiza un uso exclusivamente lúdico del ordenador; navega por Internet a pelo, sin ningún salvavidas y fuera de todo control; se pasma ante la pantalla del DVD portátil, se enardece con la PlayStation de bolsillo o caracolea nervioso con el dedo sobre las teclas del móvil, el MP3 o el iPod. Y de esta manera la imagen prevalente de los muchachos que nos rodean es lo más parecido a unos “zombis”, con pinganillos en las orejas, que se balancean con desgana y manejan a un tiempo y convulsamente dos aparatos luminosos, uno para oír y otro para hablar, pero sin escuchar ni comunicarse realmente.
Escribe Miguel Díez R., autor del segundo de los textos que menciono. ¿Se está quejando de la falta de lectura? Más me parece el anterior un texto de odio, de temor ante una juventud que no comprende. Sí el autor se hubiera sentado media hora a navegar ciertos blogs, a jugar un rato un buen programa de Playstation (Silent Hill, por ejemplo), o a disfrutar del eclecticismo que te ofrece un iPod shuffle, se habría dado cuenta de que no hay nada en estas prácticas que sea esencialmente antiliterario. ¿Los pinganillos en las orejas detienen la lectura? Al menos en mi caso, no es así. Durante mis largos trayectos en camión, trayectos compartidos por todos los habitantes de la Ciudad de México, los “pinganillos” me ayudan a aislarme del ruido de la calle para concentrarme en el libro que me acompaña.
Más importante, cómo es posible que alguien como Miguel Díez, que es capaz de mostrar tal desprecio por los “zombis”, perdón, por los jóvenes, en un solo párrafo, se atreve a escribir un artículo sobre la lectura del cuento en las aulas. Los “zombis”, señor Díez, como sabría si hubiese jugado esa maravilla literaria que es Resident Evil, sólo pueden ser derrotados si se les da un balazo en la frente. Si les arroja El Quijote, lo más que conseguirá es detenerlos un poco mientras buscan más sesos que comer.
No satisfecho con esto, Díez R. agrega que:
Dominar la propia lengua es hablar y escribir —exponer y redactar—, expresarse correctamente, y para ello leer y leer. A hablar y escribir con corrección, amplitud y soltura, se aprende, sobre todo, leyendo, y para aprender a leer hay que leer mucho.
Lo cual suena muy como parte de un discurso político, pero encierra una falacia temporal que cualquier lector de Borges (como proclama serlo este autor) identificaría inmediatamente. Si para aprender escribir hay que aprender a leer, y para aprender a leer hay que leer mucho, por supuesto, nadie que tenga menos de 50 años puede atreverse a escribir. Eso suponiendo, pro supuesto, que leer mucho ayude en verdad a expresarse con corrección. Basta leer cualquier memoria de un congreso de literatura para darse cuenta que los académicos no son exactamente un modelo de claridad y dominio del lenguaje.
El texto de Armando Segura Morales, el primero que menciono, afortunadamente, no tiene nada de este desprecio hacia los jóvenes. Mucho más valioso que el texto de Díez R., el artículo de Armando Segura analiza la metodología gracias a la cual se destruye todo gusto por la lectura, gracias a los análisis morfológicos y retóricos de la obra literaria y el incongruente peso que se le da a la identificación de corrientes y géneros literarios Eso sí, defiende la lectura en el aula por una razón que me parece válida, aunque un poco ingenua:
Esta fuerza inmaterial oculta permite al discurso literario, por un lado, poner en contacto al lector con formas y maneras de ser y pensar en el mundo (a través de la ficción), circunscritas a un espacio poético atemporal; y, por el otro, mantiene en ejercicio la lengua como patrimonio colectivo e individual de la humanidad.
Pero, ¿cómo lograr que nuestros estudiantes valoren y se interesen por esa fuerza material que posee el discurso literario?
En este caso mi objeción podrá parecer más superflua, pero me parece de carácter esencial. ¿Por qué tenemos que hacer que nuestros estudiantes valoren y se interesen por la fuerza de la literatura? Yo pasé por mis cursos de literatura como un bracero atraviesa la frontera. Admito, eso sí, que las técnicas de tortura literaria a las que se me sometió me vedaron temporal o permanentemente varios autores y estilos. En mi casa tampoco fomentaron nunca mi interés por la lectura, aunque, y eso es de agradecer, tampoco hicieron mucho por impedirla. Nunca pude escapar, eso sí, de incontables peleas porque me decían que “no estaba haciendo nada” cuando leía una novela.
No puedo evitar estar finalmente de acuerdo con la propuesta de Armando Segura: construir el curso de literatura a partir de los intereses particulares de los alumnos. Yo mismo he contribuido un poco para impulsar ese modelo de lectoescritura en las clases de lengua y literatura. Sin embargo, creo que es sólo un paliativo a la experiencia de lectura de nuestros jóvenes. La solución final: desterrar los cursos de literatura de la enseñaza básica y secundaria.
Comentarios
¿Que los cursos sean desterrados? Quién sabe. No tardará el día en que nos demos cuenta de lo inútil que es la enseñanza de las matemáticas porque lo mismo los alumnos llegan a tomar los remediales o "rebestiales" a las universidades -los que llegan-. Con tu solución final, como menos, nos daríamos cuenta del mito de la democracia en la educación, y dejaríamos de atribuírle a la lectura propiedades curativas. De todas formas, no por dejar de leer vamos a estar mucho peor -o tal vez nada-. Eso sí: ojalá que tampoco lleguemos a Fahrenheit 451.
Hace calor, je.
Saludos, René.
Leer es como comer un helado de panditas, pero también unos chiles en nogada o un teriyaki.
Me parece muy atinado todo tu comentario. Que se le atribuya a la lectura las propiedades del agua del Tlacote o del Ginseng me parece aborrecible.
Aparte, ¿por qué no tienes habilitado tu perfil de blogger?
Saludos