Como casi todo el resto del mundo, estoy leyendo The Pale King de David Foster Wallace. Como casi todo el resto del mundo, lo leo con una mezcla de asombro, envidia e indignación. Asombro porque estamos ante la prosa de un maestro en la cúspide de sus facultades. Aunque decir maestro es poco. Están los grandes maestros, como Dostoievski, Borges, Chekov, Bolaño, Bellow, Cortázar o Barthelme (para quedarnos en las primeras letras del abecedario) y luego están los superatletas de la literatura, los Federer, Jordan o Phelps, personas con aptitudes sobrehumanas para las letras como Joyce, Valéry o Rimbaud. David Foster Wallace entra en esta última categoría, con la salvedad agregada de que estaba en la primera liga, era un profesional, no un amateur. Envidia porque ante un titán de la literatura cualquiera que haya intentado hilar dos frases juntas no puede sino postrarse. Lo cierto es que una mente normal, bien entrenada, puede llegar a escribir como, digamos, Carlos Fuentes o Phillip ...