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Confesiones de un fanboy. El día en que dejé de creer en los Reyes Magos

¿Recuerdas dónde estabas cuando cayeron las Torres Gemelas? Yo sí. Estaba dormido, boca abajo, babeando, en la cama de mis padres, en mi vieja casa. Me despertó el teléfono.

“¿Qué estás haciendo?”, me preguntó mi madre.

“¿Durmiendo?”, contesté.

“Despiértate, mi vida. Se acaban de caer una de las Torres Gemelas”.

“Es broma”, dije mientras prendía la televisión.

No era broma. Prendí la televisión justo para ver al vuelo 175 de United Airlines estrellarse contra la torre austral. Fue más que suficiente para despertarme.

Esa mañana la pasé sentado frente al televisor, observando como se desarrollaba la tragedia. Me pregunté como era posible que Superman no hubiera volado frente a las Torres para detener los aviones que volaban hacia ella. Luego pensé en porqué no había aparecido un rayo láser desde los cielos y volado las aeronaves antes de que impactaran. Es decir, fue el fin de mi adolescencia. No existía Superman. Los Estados Unidos no tenían una red de satélites con rayos láser que los protegieran de cualquier agresión. Era como sí hubiera golpeado a mi padre y descubriera que sangraba igual que todos los demás.

Mucho tiempo después, o lo que parecía mucho tiempo después, mientras veía desplomarse la segunda torre, recordé que no hacía tantos yo había estado parado en el mirador que estaba dejando de existir frente a mis ojos, leyendo un letrero que decía “Se prohíbe escupir o arrojar objetos”. No podía dejar de pensar en ese tonto letrero mientras la televisión mostraba, minutos antes, a los desperados que se lanzaban por las ventanas de las Torres. Desde el mirador de las Torres Gemelas, el mundo se veía de un color distinto. Estabas parado en el punto más alto de la mejor ciudad sobre el planeta. Literalmente, el mundo quedaba a tus pies. Y ese lugar ya no existe, pensé. Ya nunca volveré al mirador de las Torres Gemelas, ni ese letrero que dice “Se prohíbe escupir o arrojar objetos” me retará a escupir o arrojar un centavo hacía la calle. Me imaginé como un fantasma parado en el mirador mientras el suelo se desplomaba. Recordé, también, el viejo insulto chino, “que vivas tiempos interesantes”, y lo comprendí por completo.

El mundo acababa de cambiar frente a mis ojos. Yo estaba seguro de una cosa: no estaba listo. Estaba atrapado en una carrera que no me gustaba, en una universidad que odiaba, en una relación amorosa que sólo me llenaba de veneno y no tenía ni la menor idea de lo que quería hacer con mi vida. Empezaba a faltar a clases, a huir de mi novia. Huía de todo. No quería ver a mi familia ni a mis amigos. No quería salir a la calle, ni ver televisión. De hecho, lo único que quería era dormir. Mataba los días sumido en el letargo, sufría de insomnio por las noches. Mi vida me parecía la más ruin de las vidas.

Entonces cayeron las Torres Gemelas.

Eso pone tu vida en perspectiva.

Por primera vez en dos semanas, me bañé y salí de mi casa para ir a la universidad. Contra mis ideas más pesimistas, todos habían notado mi ausencia. Para no tener que contestar preguntas incómodas, me inventé una enfermedad que nunca he tenido. Esa tarde de septiembre, sin embargo, mientras el maestro de Teoría de Control explicaba casi en lágrimas la belleza inherente de la retroalimentación negativa, decidí que no quería seguir perdiendo el tiempo en un lugar que no me gustaba. A la mitad de la clase, me levanté para ir al baño con todo y mochila. No iba a regresar a la escuela.

No tengo muy claro que pasó con el resto de septiembre. Tampoco recuerdo muy bien que pasó con Octubre, ni como festejé mi cumpleaños. Lo que me queda de esos días es el techo de mi antiguo cuarto, los dos afiches pegados, las manchas de humedad, la telaraña en la esquina junto al ropero, que se iba haciendo todos los días un poco más grande. ¿Será ridículo que una ciudad te duela? Si es así, soy ridículo porque Nueva York me dolía. Me dolía pensar en los teatros de Broadway cerrados. Me dolía pensar en el chino que me preguntaba strawberryvanilla? antes de servirme un helado de chocolate y me dolía pensar en la amable mujer de la perfumería de Macy’s que me decía no hablo español.

Dolía, sobretodo, pensar en todas las personas que habían despertado temprano para trabajar ese día en las Torres Gemelas. La vida se acaba de pronto, en el estruendo del golpe. Sin tiempo de hablar a casa y decirle a tus padres: te quiero. Sin tiempo de fumarse un último cigarro. No podía hacer nada. Superman no los había salvado y yo tampoco. No iba a haber un milagroso escape ni risas al final. En todos esos meses de mirar al techo, entre el dolor y la confusión provocada por el dolor, alcancé a ensamblar una idea. Eso no me iba a pasar a mí. Es decir, cuando ese avión con mi nombre escrito impactara sobre mi vida, me iba a encontrar con una sonrisa en el rostro. Mi último pensamiento sería: no me arrepiento de nada.

Entonces llegó diciembre. Con diciembre, llegó El señor de los anillos.

Comentarios

Agoran dijo…
la parte de tu vida que estaba oculta, nunca supe exactamente como paso todo eso, es extraño leerlo en un blog, sobretodo tan publico y visitado como el tuyo.

Se que fueron momentos muy importantes para ti, ojalá hubieras recordado que no estas solo, que en cualquier momento en cualquier hora, ahi estare para ti... (aunque actualmente tenga que ser virtual)
Yo estaba en una situación parecida cuando ocurrió lo de las torres. Recuerdo que con un amigo, Andrés Kozel, hacíamos pronósticos pesimistas acerca de la fecha (en ese mismo año) en que se iba a acabar el mundo. Esa mañana, viendo en la tele la repetición hasta la náusea de la misma escena (como los mejores goles de cualquier partido de futbol) hablé a su casa para decirle que el fin del mundo había comenzado y su esposa Mariana me dijo que ni siquiera se habían enterado (en ese entonces no tenían televisión) y que Andrés se había ido como todos los días a la universidad. Después nos dimos cuenta que la situación era normal en un mundo gobernado y administrado por y para la violencia. Recordé la cara de retrasado mental (con disculpas para éstos) de George Bush, me acordé también del presidente Allende con la cabeza destrozada por el escopetazo, me acordé de la Primera Guerra del Golfo (yo estaba en la prepa y ese día creí sinceramente que la Tercera Guerra Mundial había comenzado). Todo eso me hizo darme cuenta que en realidad todos los días son el inicio del fin del mundo. Miles de Saruman siguen ejerciendo su infame magia.
Buen post.
Unknown dijo…
Querido agoran: se aprecia el sentimiento aunque comiences a olvidar el español :P

Edgar: No tener televisión fue a lo que yo me decidí tras la cobertura después del 9/11.

Saludos a los dos

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