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El verano del 2001 tenía demasiado tiempo entre mis manos y muy poco que hacer para matarlo. Iba mucho al cine. Salía a caminar. Visitaba museos. Me seguía quedando demasiado tiempo entre las manos. Al menos en teoría, me quedaba poco más de un año para salir de la universidad y dedicarme a hacer algo de provecho. Al menos en teoría, ya tenía claro que es lo que iba a hacer con mi vida. Ese verano era una de las últimas oportunidades para afinar detalles.
Como en realidad no tenía nada más que hacer, me hice adicto a los libros de Pérez-Reverte. El asunto había empezado dos años atrás, cuando vi The Ninth Gate (1999) de Roman Polanski. Según los entendidos, uno de los puntos más bajos de su carrera. De cualquier forma, yo no había ido a ver la película por Polanski sino por Johhny Depp. En aquel entonces no tenía ni idea de quien era Roman Polanski. No tenía idea que era el mejor director con quien no cambiaría mi vida ni por todos los diamantes de África.
La segunda vez que fui a ver The Ninth Gate me fijé claramente en los créditos iniciales. La película estaba basada en una novela de Pérez-Reverte, El club Dumas (1993). En aquel entonces tampoco tenía ni la menor idea de quien era Pérez-Reverte. Por cierto, de toda la basura que ha escrito Pérez-Reverte, El club Dumas es lo mejor. La salva esa historia secreta, sólo contada en los detalles, que es una enorme burla a la mayoría de los lectores de la novela. Es más, incluso digo que esa es la única de sus novelas que no es basura. Y vaya que he leído casi todas sus novelas. Las leí con afán tan voraz que antes de que terminara el verano, no había nada suyo en las librerías que yo no conociera.
Entonces, es culpa de la relativa infertilidad de Pérez-Reverte que haya caído en mis manos una copia de Harry Potter y la piedra filosofal. Ese verano, y en México, Harry ya era un éxito en librerías, pero nada como lo es ahora. Todavía era sólo un libro para niños, para los raros amantes de la fantasía (los frikis, como los llama Robertha). Un libro que compraban padres despistados para sus hijos, padres sin la menor idea de por qué sus hijos se robaban las pinturas de mamá para dibujarse una cicatriz en la frente, ni por qué sus hijos corrían gritándole ¡moogle! a la gente en los restaurantes.
Así que me llevé mi copia de Harry Potter y la piedra filosofal a casa. Abrí el libro por la noche, recostado en mi cama, iluminado por una pequeña linternita de mano. Me sentía Bastian Baltasar Bux. A las dos de la mañana había terminado el libro. Estaba llorando. Me había reconocido a mi mismo en la historia del joven Potter —algo que supongo todos sus fans hacemos—. La historia de Harry Potter es a la vez sencilla y profunda. El buen Obal, cuando me recomendó aquel libro, me dijo “es el libro que hubieras querido leer cuando eras niño”. Pero era mejor que eso. Cuando leía Harry Potter, volvía a ser niño otra vez.
En gran parte, volvía a ser niño porque Harry Potter retrata la infancia como es. A diferencia del grueso de los libros infantiles, las cosas no son fáciles ni felices. Harry es huérfano. Sus tíos lo explotan y lo obligan a vivir en una covacha debajo de la escalera. En la escuela los bravucones lo martirizan. A pesar de ser un mago —por si alguien aún no lo sabe, los libros de Harry cuentan la historia de sus aventuras en una escuela de mago— ninguna de esas pequeñas derrotas cotidianas lo evade. Más o menos como me sentía yo en la infancia. Más o menos como me sentía mientras leía el libro.
El mundo de las historias de Harry tampoco es feliz. La sociedad de los magos está marcada por un profundo racismo. Los políticos son corruptos y oportunistas. La justicia es lenta e ineficaz. Los ricos siempre tienen mejores y más oportunidades que los pobres. La sociedad mágica se considera superior al resto de las criaturas mágicas, a las que ha relegado a reservaciones o exterminado o llevado a la esclavitud. Es decir, es nuestro mundo con uno o dos cambios. Según algunos, ese el propósito de la ficción. (Pynchon dixit. Por cierto, creo que a Pynchon le encanta Harry Potter, al menos tanto como Los Simpson.)
A la mañana siguiente, corrí por Harry Potter y la cámara secreta y Harry Potter y el prisionero de Azkaban, que leí cada uno en una noche. Tres días después, terminaba de leer Harry Potter y el cáliz de fuego, con un nudo en el estómago. No había más Harry Potter que leer en ese entonces. Afortunadamente, ya se terminaba el verano.
No sabía, nadie sabía entonces, que ese septiembre se iban a desplomar las Torres Gemelas, ni que iba a decidir abandonar la ingeniería para siempre. No sabía, tampoco, la importancia que iba a tener Harry Potter en mi vida, unos siete meses más tarde, cuando volví a tomar La piedra filosofal del anaquel antes de salir a la calle. Iba a salvar mi vida.
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