En el blog de Federico Escobar se ha abierto una pequeña polémica en torno al premio Juan Rulfo 2009, otorgado por Radio Francia International. El premio lo obtuvo el argentino Mariano Pereyra Esteban por «El metro llano», con la novedad de que la organización ha puesto disponible el cuento ganador para su descarga. (Huelga decir que sería un buen momento para leerlo antes de seguir leyendo.) La nota expresa su extrañeza a que dicho texto haya ganado el premio. En los comentarios del blog el autor del cuento responde a los cuestionamientos de manera bastante mesurada y acertada, a mi parecer. Gracias a esta actitud es posible entender que por sobre las reticencias de Escobar se encuentran visiones opuestas de lo que debería ser un cuento. Dice Escobar:
Llegué hasta la polémica por el blog de Hermano Cerdo, donde Daniel Espartaco, en una nota llamada «El cuento es Bambi», descalifica al cuento ganador por una serie de razones que no dejan de ser representativas del catastrófico estado de las jóvenes letras mexicanas: a saber, que el texto tiene faltas de ortografía y que ¡oh, pecado de pecados! incurre en el apolillado recurso de la adjetivación. De paso lo acusa de frivolidad, pero se la disculpa achacando dicha frivolidad al influjo de Borges, Cortázar y García Márquez. Para rematar, se enarbola en la consigna realista de que el cuento debe "mostrar una dimensión perdurable y auténtica de lo humano". ¿Dónde he leído eso antes?
Nunca he compartido la superioridad de aquellos que detentan la ortografía como un valor moral y, si acaso, «El metro llano» tal como se presenta es una confirmación de que los errores tipográficos están sobrevaluados. Cierto, cuando el texto se publique habrá que corregir los acentos, las haches que sobran o faltan y las comas mal colocadas, pero son al fin y al cabo errores triviales que no afectan en nada a la comprensión del texto. Peor me parece que estos errores sirvan como argumento para medir la calidad de un texto. Conocer las reglas de ortografía al dedillo no es motivo de orgullo ni de superioridad. La postura de Daniel Espartaco, decir que el también incurre en errores ortográficos, pero nunca tantos, no tiene mayor sustento. Hay que superar esa obsesión de colegial por la ortografía.
Lo mismo podría decir de la adjetivación. Espartaco aisla en su nota a los sustantivos con sus adjetivos y así, sueltos, parecen ridículos. Dentro del cuento funcionan. Decir que "son de mal gusto y cuya estridencia en verdad no aporta nada a la experiencia sensorial del lector" me provoca algo de roña. Aquí estamos, en pleno siglo XXI, defendiendo el buen gusto y la eufonía en todas las manifestaciones del arte. No vaya a ser que nos encontremos con una palabra grosera durante la lectura de un cuento, que haga que las damas se desvanezcan y nos impida discutir el relato cuando bebamos el té en casa del embajador. En el cuento perfecto habría que desterrar los adjetivos y los adverbios, según Espartaco (a Carpentier se los perdonamos porque el si sabía usarlos). Propongo que se siga con los artículos, en pro de la igualdad de géneros, y sigamos con los pronombres, que de todas formas casi nunca se usan correctamente. (El otro argumento de Espartaco contra los adjetivos, que imitar el estilo de la crónica deportiva no tiene cabida dentro de la "literatura de autor" ni debería ser considerado en un concurso, es tan ridículo que sólo le dedico este paréntesis.)
Dice Daniel Espartaco que "la literatura debería ser invención, imaginación". Hasta ahí vamos de acuerdo. Pero él mismo argumenta en contra de la invención y la imaginación. De acuerdo a su nota, literatura es escribir «máquina» con acento, evitar el uso del «inifinito» como adjetivo, conocer el buen gusto y evitar la crónica deportiva. Como se llega de ahí a la imaginación o a una «visión perdurable de lo humano» es un misterio. Qué hay una oposición entre un cuento fantástico y uno que hable de esa manida «condición humana» es también una enorme falacia. Pensar que la visión de «El metro llano» no tiene nada de sensible u honesta no es algo que en ningún momento se sustente en la crítica y a leer el cuento tampoco es algo cercano a la realidad. Por programa o por dogma: porque los cuentos fantásticos (y latinoamericanos) son de un modo y los buenos cuentos son de otro, Espartaco concluye que el cuento es un juguete y no tiene relevancia. De momento prefiero, como propone el autor, dejar el juicio en manos de un lector que, con algo de suerte, no llegará a su lectura con tantos prejuicios.
Ahora, sí creo que el cuento pretendía ser humorístico, tanto como pretendía ser artificioso en el lenguaje. Creo que cualquiera que lea el cuento estaría de acuerdo con que está escrito en un registro humorístico; cuando dije que el texto pretendía ser gracioso, me refería a eso. Las razones para lo segundo (para el lenguaje alambicado) las explicaste en tu comentario al apuntar hacia el contexto científico de la competencia. Y es verdad que ese contexto explica el lenguaje que utilizaste. Pero creo que es una instancia de lo que se llama la falacia mimética; en palabras de Eagleton, esta falacia ocurre cuando los autores “intentan justificar el hecho de que sus obras sean desorganizadas o […] aburridoras diciendo que se tratan precisamente del desorden o del aburrimiento” (How to Read a Poem, p. 112). Creo que pudiste haber escrito un texto grácil y ágil, aunque estuviera poblado con científicos gruñones y agrios (un solo ejemplo de esto: Saturday, de McEwan, que destella con un lenguaje lírico y poderoso, si bien el narrador es un neurocirujano… y a pesar de ello, el texto no parece inverosímil, excepto tal vez para una amiga cirujana que lo leyó).Pereyra responde:
En últimas, tenés toda la razón sobre algo que señalaste: yo no hablo por todos los lectores de tu cuento. Ni mucho menos pretendo hacerlo. Ya podrás verlo en este blog, en el que he propuesto varios análisis literarios desde nada distinto a mi perspectiva. Tal vez donde formulé más claramente mi posición frente a esa subjetividad fue al inicio de una breve reseña que publicaron en HermanoCerdo: “No es fácil decidir si un libro es realmente bueno, y es sencillamente ingenuo pensar que cualquier decisión sobre la calidad de un libro, aunque venga de Harold Bloom o de Jonathan Culler, será válida para otras personas o para otras épocas. Por muy razonada que sea mi decisión, es posible que me haya gustado un libro sobre —no sé— Nueva Orleans, porque me trae gratos recuerdos de cuando viví en Nueva Orleans, mientras al resto de la gente le parece insoportable. Y nada garantiza que lo que más aprecio en la literatura (unas descripciones muy bien construidas, por ejemplo, o un uso suculento y sorpresivo del lenguaje) siga siendo considerado un criterio sensato de juicio dentro de unos años”.
Tus opiniones son de una enorme ayuda, aunque no comparta muchas. Me gustó la cita de Terry Eagleton, aunque tengo razones para no sentirme abarcado en su descripción. Jamás justificaría a ninguna de mis obras. Creo que el "método de composición" es solo una genialidad mentirosa de Poe. En definitiva, puedo discutir sobre aspectos del cuento, pero jamás imponer una explicación. Sería grave tener que elaborar un meta - cuento sobre cada cuento. En fin, el cuento, expuesto, es propiedad del lector
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Llegué hasta la polémica por el blog de Hermano Cerdo, donde Daniel Espartaco, en una nota llamada «El cuento es Bambi», descalifica al cuento ganador por una serie de razones que no dejan de ser representativas del catastrófico estado de las jóvenes letras mexicanas: a saber, que el texto tiene faltas de ortografía y que ¡oh, pecado de pecados! incurre en el apolillado recurso de la adjetivación. De paso lo acusa de frivolidad, pero se la disculpa achacando dicha frivolidad al influjo de Borges, Cortázar y García Márquez. Para rematar, se enarbola en la consigna realista de que el cuento debe "mostrar una dimensión perdurable y auténtica de lo humano". ¿Dónde he leído eso antes?
Nunca he compartido la superioridad de aquellos que detentan la ortografía como un valor moral y, si acaso, «El metro llano» tal como se presenta es una confirmación de que los errores tipográficos están sobrevaluados. Cierto, cuando el texto se publique habrá que corregir los acentos, las haches que sobran o faltan y las comas mal colocadas, pero son al fin y al cabo errores triviales que no afectan en nada a la comprensión del texto. Peor me parece que estos errores sirvan como argumento para medir la calidad de un texto. Conocer las reglas de ortografía al dedillo no es motivo de orgullo ni de superioridad. La postura de Daniel Espartaco, decir que el también incurre en errores ortográficos, pero nunca tantos, no tiene mayor sustento. Hay que superar esa obsesión de colegial por la ortografía.
Lo mismo podría decir de la adjetivación. Espartaco aisla en su nota a los sustantivos con sus adjetivos y así, sueltos, parecen ridículos. Dentro del cuento funcionan. Decir que "son de mal gusto y cuya estridencia en verdad no aporta nada a la experiencia sensorial del lector" me provoca algo de roña. Aquí estamos, en pleno siglo XXI, defendiendo el buen gusto y la eufonía en todas las manifestaciones del arte. No vaya a ser que nos encontremos con una palabra grosera durante la lectura de un cuento, que haga que las damas se desvanezcan y nos impida discutir el relato cuando bebamos el té en casa del embajador. En el cuento perfecto habría que desterrar los adjetivos y los adverbios, según Espartaco (a Carpentier se los perdonamos porque el si sabía usarlos). Propongo que se siga con los artículos, en pro de la igualdad de géneros, y sigamos con los pronombres, que de todas formas casi nunca se usan correctamente. (El otro argumento de Espartaco contra los adjetivos, que imitar el estilo de la crónica deportiva no tiene cabida dentro de la "literatura de autor" ni debería ser considerado en un concurso, es tan ridículo que sólo le dedico este paréntesis.)
Dice Daniel Espartaco que "la literatura debería ser invención, imaginación". Hasta ahí vamos de acuerdo. Pero él mismo argumenta en contra de la invención y la imaginación. De acuerdo a su nota, literatura es escribir «máquina» con acento, evitar el uso del «inifinito» como adjetivo, conocer el buen gusto y evitar la crónica deportiva. Como se llega de ahí a la imaginación o a una «visión perdurable de lo humano» es un misterio. Qué hay una oposición entre un cuento fantástico y uno que hable de esa manida «condición humana» es también una enorme falacia. Pensar que la visión de «El metro llano» no tiene nada de sensible u honesta no es algo que en ningún momento se sustente en la crítica y a leer el cuento tampoco es algo cercano a la realidad. Por programa o por dogma: porque los cuentos fantásticos (y latinoamericanos) son de un modo y los buenos cuentos son de otro, Espartaco concluye que el cuento es un juguete y no tiene relevancia. De momento prefiero, como propone el autor, dejar el juicio en manos de un lector que, con algo de suerte, no llegará a su lectura con tantos prejuicios.
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