Hace algunos años, alguien tuvo la excelente idea de empezar a vender libros en el metro de la Ciudad de México. Alguien tuvo la espantosa idea, también, de regalar libritos con lo peor de la literatura escrita por mexicanos en el metro, pero esta nota no es sobre esta pésima idea, sino de lo excelente que resultó vender libros en el metro, porque los libros que se venden en el metro (a) no son novedades, sino clásicos y saldos y por lo mismo (b) son muy baratos. Por veinte pesos, algo menos de dos dólares, puedes leer una novela de misterio o un romance, mientras viajas en el metro.
Ahora bien, la gente que viaja en el metro se divide en tres: la que lleva un libro para leer durante el viaje, la que lleva un reproductor de música —estos se subdividen entre los que escuchan música desde su teléfono y los que llevan un iPod— y la gente que se arrepiente de no llevar nada que hacer. Hay otro grupo en el metro, que no viaja sino que trabaja ahí: los vendedores ambulantes. De entre los vendedores ambulantes, hay una plaga de reciente aparición, la de aquellos que venden discos con música pirata que reproducen de una mochila con bocina integrada, 10 segundos por canción, mientras van de vagón en vagón. Venden de todo: clásicos del rock, cumbias, rancheras, música cristiana, infantil, celta, tangos y la novena de Bethoveen.
No venden mucho y a diez pesos por disco, se diría que consiguen muy poco. Pero lo que siempre consiguen es que la gente los odie, por una razón muy sencilla, que ya se habrá adivinado y es que la música, 10 segundos por canción, se reproduce a todo volumen, para que incluso todos aquellos que llevan audífonos en los oídos, especialmente aquellos que llevan los audífonos en los oídos tengan que escucharlos.
Así, a la feliz coincidencia de que en el metro pueden comprarse libros muy baratos y a que ponerse audífonos es inútil, cada vez va más gente leyendo en el metro. La mayoría son bestsellers, lo cual no me extraña en lo absoluto. El libro perfecto para leer en el metro es uno que capture tu atención al grado que sus páginas te absorban. De pronto ya no vas de Camarones a Mixcoac sino que estás en un tren de Alejandría al Cairo, persiguiendo el secreto de una momia que ha vuelto ha la vida. Claro, el vagón es ruidoso, con todos esos espías europeos y los mercaderes árabes que tratan de venderte alfombras, pero no debes dejar que el ruido te distraiga, no sea que la Secta del Ojo Luminoso trate de envenenar tu café mientras miras por la ventana al grupo de beduinos que saluda emocionado al tren desde sus camellos.
Mientras los que tratan de escuchar música en el metro son vencidos por la estridencia de los primeros 10 segundos de las mejores 50 cumbias del recuerdo, el lector del metro está en otra parte. Pueden asaltar tus oídos, pueden aplastarte dos horas al día, pero no pueden robarte la imaginación. Así, los lectores del metro se multiplican.
La semana pasada me sorprendió ver a un chico en uniforme de secundaria oficial leyendo Paradiso en la terminal de la línea 9 en Tacubaya. Había mucha gente en el andén y el tren tardaba en llegar. En frente de las escaleras de acceso, dos vendedores ofrecían a gritos mueganos, chocolates, duvalines, mazapanes, galletas, cazuelitas de tamarindo y palomitas enchiladas. Afuera llovía y la lluvia caía en cascada por los respiraderos hasta el suelo de la estación. El chico estaba recargado en la pared, ignorando a la gente que casi lo pisaba conforme el andén se iba llenando. Finalmente llego el metro y conseguí a penas subirme al vagón metiendo los codos para que las puertas no cerraran antes de que pudiera entrar. Aplastado contra el vidrio de la puerta, me volteé y vi que el chico seguía ahí, sentado contra la pared, pasando la página.
Ahora bien, la gente que viaja en el metro se divide en tres: la que lleva un libro para leer durante el viaje, la que lleva un reproductor de música —estos se subdividen entre los que escuchan música desde su teléfono y los que llevan un iPod— y la gente que se arrepiente de no llevar nada que hacer. Hay otro grupo en el metro, que no viaja sino que trabaja ahí: los vendedores ambulantes. De entre los vendedores ambulantes, hay una plaga de reciente aparición, la de aquellos que venden discos con música pirata que reproducen de una mochila con bocina integrada, 10 segundos por canción, mientras van de vagón en vagón. Venden de todo: clásicos del rock, cumbias, rancheras, música cristiana, infantil, celta, tangos y la novena de Bethoveen.
No venden mucho y a diez pesos por disco, se diría que consiguen muy poco. Pero lo que siempre consiguen es que la gente los odie, por una razón muy sencilla, que ya se habrá adivinado y es que la música, 10 segundos por canción, se reproduce a todo volumen, para que incluso todos aquellos que llevan audífonos en los oídos, especialmente aquellos que llevan los audífonos en los oídos tengan que escucharlos.
Así, a la feliz coincidencia de que en el metro pueden comprarse libros muy baratos y a que ponerse audífonos es inútil, cada vez va más gente leyendo en el metro. La mayoría son bestsellers, lo cual no me extraña en lo absoluto. El libro perfecto para leer en el metro es uno que capture tu atención al grado que sus páginas te absorban. De pronto ya no vas de Camarones a Mixcoac sino que estás en un tren de Alejandría al Cairo, persiguiendo el secreto de una momia que ha vuelto ha la vida. Claro, el vagón es ruidoso, con todos esos espías europeos y los mercaderes árabes que tratan de venderte alfombras, pero no debes dejar que el ruido te distraiga, no sea que la Secta del Ojo Luminoso trate de envenenar tu café mientras miras por la ventana al grupo de beduinos que saluda emocionado al tren desde sus camellos.
Mientras los que tratan de escuchar música en el metro son vencidos por la estridencia de los primeros 10 segundos de las mejores 50 cumbias del recuerdo, el lector del metro está en otra parte. Pueden asaltar tus oídos, pueden aplastarte dos horas al día, pero no pueden robarte la imaginación. Así, los lectores del metro se multiplican.
La semana pasada me sorprendió ver a un chico en uniforme de secundaria oficial leyendo Paradiso en la terminal de la línea 9 en Tacubaya. Había mucha gente en el andén y el tren tardaba en llegar. En frente de las escaleras de acceso, dos vendedores ofrecían a gritos mueganos, chocolates, duvalines, mazapanes, galletas, cazuelitas de tamarindo y palomitas enchiladas. Afuera llovía y la lluvia caía en cascada por los respiraderos hasta el suelo de la estación. El chico estaba recargado en la pared, ignorando a la gente que casi lo pisaba conforme el andén se iba llenando. Finalmente llego el metro y conseguí a penas subirme al vagón metiendo los codos para que las puertas no cerraran antes de que pudiera entrar. Aplastado contra el vidrio de la puerta, me volteé y vi que el chico seguía ahí, sentado contra la pared, pasando la página.
Comentarios
Y sí, era genial acercarse a los puestos de libros y buscar alguna novedad, o aquel libro que le hace falta a uno para completar la colección. (Gracias a eso pude conseguir y leer prácticamente completa la bibliografía de Lovercraft.)
Para mí el ir solo en el metro es ya inseparable de ir leyendo algo.