El arte de perdurar
Hugo HiriartOaxaca: Almadía, 2010
El último grito de la moda en la crítica literaria lumpen —aquella que se ejerce sobretodo en los comentarios de los blogs y de los periódicos en línea, y que sobrepasa ya en número a su habitat natural de la charla de café entre letraheridos— consiste en sacar una bola de cristal y decretar que "nadie hablará de este libro dentro de un año". En esto la crítica lumpen se puede comparar con ese otro género profético popular, la llegada del fin del mundo. Si al año siguiente resulta que el maldito libro todavía recibe reseñas y comentarios críticos, siempre le queda al augur la posibilidad de aducir que su profecía erró por margen de un año, pero que el próximo seguro se cumplirá. Mientras la vida y el mundo nos alcancen, siempre existirá la posibilidad de vaticinar el olvido.
En El último lector, David Toscana explora con eficacia las pulsiones que llevan a un lector a desear con vehemencia que un libro caiga "al infierno de las cucarachas". Lucio, el bibliotecario muerto de hambre de un pueblo perdido en el que nadie lee, invierte su demasiado tiempo libre en enviar a ese infierno a aquellos en que le parece que el ego del autor se sobrepone a las exigencias de la trama. Su actitud recuerda mucho a Joaquim, el profesor de literatura que protagoniza Enigma de Antoni Casas Ros, quien sufre de terribles ataques que lo llevan a destruir copias de aquellos libros en los que el autor no tuvo el valor de dar un final apropiado a sus personajes.
El tema, por supuesto, es tan viejo como la misma literatura, y quizá el episodio más representativo se encuentre en la primera parte de Don Quijote, tras la primera salida, cuando el cura y el barbero revisan la biblioteca del Ingenioso Hidalgo para determinar que libros irán a dar al fuego y cuales serán perdonados.
Dos cosas tienen en común los críticos lumpen de la red 2.0, los bienintencionados amigos del Quijote, el Lucio de Toscana y el Joaquim de Casas Ros. La primera, el deseo de evitar que caigan en manos de lectores impresionables obras de una calidad menor, poco provechosas o abiertamente perjudiciales a juicio del crítico, ese último bastión de la alta cultura que debe advertir de los peligros de la publicidad y del lugar común a aquellos que saben menos que él. La segunda es la total futilidad de su empeño.
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Existe en México un escritor casi secreto de nombre Francisco Tario. Ese nombre quizá no le diga nada a un lector español o argentino. Hace veinte o treinta años era un escritor completamente secreto o lo más secreto que se puede ser en un país donde se lee poco y su nombre tampoco decía nada a un mexicano. Tario, sin embargo, es un excelente narrador y sería extraño encontrar hoy día a un crítico que pueda afirmar que La noche o Equinoccio no se cuentan entre los mejores libros en prosa de la literatura mexicana del siglo XX. Se le suele comparar con Juan Rulfo y Juan José Arreola, más que por los temas fantásticos y los ambientes fantasmagóricos que abundan el la obra de Tario, porque en México si eres un buen escritor te van a comparar tarde o temprano con Juan Rulfo y Juan José Arreola.La comparación no deja de tener un halo de ironía. Junto con Carlos Fuentes y Octavio Paz, son los menos secretos de los escritores mexicanos, mientras que la paradójica fama actual de Tario depende, más que de su obra, del mito de haber sido un escritor doblemente marginado, por no haberse integrado nunca a un grupo literario y porque su obra se inserta dentro de la literatura fantástica.
Poco importa que la segunda causa de marginación se derrumbe bajo su propio peso al recordar la comparación con Rulfo y Arreola. Hoy los libros de Tario se reeditan, se copian clandestinamente en foros electrónicos y circulan sobre todo entre los jóvenes escritores del nuevo siglo mexicano, porque para ellos es una suerte de Aquiles: el hombre que se rehusó a acatar los mandatos del centro, que escribió lo que quiso y dónde quiso y a pesar de su doble marginación, su obra perduró.
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Alfonso Reyes tendría que ser el justo opuesto de Francisco Tario. No es que Reyes sí haya pertenecido a un grupo literario, sino que fundó al grupo literario mexicano por antonomasia, el Ateneo de la Juventud —que a pesar de ser tan ñoños como indica su nombre, fueron los arquitectos de la cultura y la educación en México. El Fondo de Cultura Económica editó los 27 volúmenes de sus obras completas. Jorge Luis Borges los declaró "el mejor prosista de habla hispana", cita que ya quisiera cualquiera en la solapa de su libro, y esa prosa no existe en los lindes fantásticos o en la excentricidad. A pesar de su anacronía, así como El laberinto de la soledad de Octavio Paz todavía describe la forma de ser del mexicano, la Visión de Anahuac de Reyes define en el imaginario a "la región más transparente del aire".Sin embargo, de acuerdo a El arte de perdurar de Hugo Hiriart, que recientemente edita Almadía, la posteridad se escapa a la obra de Alfonso Reyes o más bien lo contrario: aunque el poeta haya dejado ordenada su obra en 27 volúmenes lista para que futuras generaciones beban de la belleza de sus letras, esas futuras generaciones parecen demasiado ocupadas como para pasar por ellas. Claro, todavía se producen y se seguirán produciendo soporíferos estudios académicos sobre la obra de Reyes —en español y con mayor frecuencia en inglés—, pero la labor de la academia nunca ha sido compartir el júbilo de los inmortales, sino el embalsamamiento de las momias. Por supuesto, el nombre de Alfonso Reyes todavía bautiza plazas, calles, bibliotecas y estaciones del metro. Por supuesto, todavía los críticos trasnochados dicen de los nuevos ensayistas que sus escritos son "alfonsíes", quizá sin darse cuenta que ese adjetivo es una invitación al polvo y al sueño, quizá hasta dándose cuenta.
A Hiriart ese le parece un destino injusto, pero en vez de tratar de defender lo indefendible, se pone a indagar sobre las razones por las cuales los ensayos de Don Alfonso no perduraron, como si lo hicieron los de Jorge Luis Borges o George Orwell. Llegado este punto, tengo que luchar con la tentación de resumir el argumento que a El arte de perdurar le toma ochenta y cinco páginas desarrollar en un sólo párrafo. Voy a ceder a la tentación, pero sólo parcialmente: Reyes no perdura porque es sólo un estilo. Sus escritos "para emplear una expresión de Borges, son «meramente perfectos»". Fue demasiado cortés y eso lo llevo a perderse "en el limbo del anacronismo conservador" de una escritura atemporal y, por lo mismo, intrascendente.
¿A quién más se podría calificar de esta manera? Ciertamente, no a Rulfo, ni a Arreola. Tampoco a Carlos Fuentes o al rescatado Francisco Tario. ¿Pero que hay de García Ponce, de Julio Torri o de Salvador Elizondo? ¿Qué parte de la obra de Octavio Paz o Carlos Monsivaís también puede calificarse de «refinamiento esteticista sin temas decadentes»? Para cerrar el ensayo Hiriart evita sacar este tipo de conclusiones y prefiere cerrar su propio ensayo elaborando una tipología de las razones porque una obra literaria perdura —aunque en esta tipología sólo aparecen otros dos autores mexicanos, Ramón López Velarde y Jorge Ibargüengotia.
Algo en particular llamará la atención del lector de este libro y es que, a pesar de que el análisis de los ensayos de Orwell y Borges demuestran las ventajas de sus aproximacionesn, el estilo del propio texto resulta demasiado titubeante y cortés. Es dificil saber si se debe sólo a la pobre tarea de edición del libro, ya que a pesar de su extensión y claridad resulta complicado de seguir. Por ejemplo, se dice del arte de Reyes que "se trata de engarzar un collar, pero de perlas raras", mientras que Borges "es como un orfebre que va engarzando sus joyas". Si eso no les ha dejado clara la diferencia entre los ensayos del mexicano y del argentino, no sé que más pueda hacerlo. Hay también un uso caprichoso de los incisos y falta de habilidad técnica del formador del libro para presentarlos de manera adecuada.
El arte de perdurar se siente apresurado, falto de revisión, falto de rigor y a la vez demasiado tibio en sus juicios. Dado su tema, es posible que sea una apuesta personal del autor porque sus páginas no perduren —aunque en una novela suya, Galaor, habría que comprar acciones— o quizá lo contrario, porque después de ochenta y cinco páginas para concluir qué es lo que hace a una obra perdurable, queda bastante claro que escribir bien no es condición necesaria para que una obra llegue a la posteridad, aunque el barbero del Quijote opine lo contrario.
Comentarios
Leyendo este post, recordé esta parte de Los detectives..., que seguramente recordarás:
Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres.
Puede resultar simplificador pero, lejos de inquietarme más sobre el tema de la perdurabilidad, este fragmento me tranquilizó al respecto cuando lo leí. Saludos.
El título viene de acá.