Dice la leyenda que ya nadie lee los libros de Ibargüengoitia. Dice la leyenda que en algún momento fue muy famoso y sus libros se consumían por millares, pero ahora los jóvenes lectores están demasiado ocupados con los libros de autoayuda para leerlo. Dice, en fin, que Ibargüengoitia es ya un autor olvidado, preparado ya para formar parte de los pies de nota de nuestra triste historia literaria. Dice todo esto la leyenda y como buena leyenda puede escucharse en sus diversas versiones en todos los lugares imaginables: en los cafés, las librerías, en los pasillos de las universidades. Quien dude de estas palabras no tendrá más que organizar una pequeña encuesta de opiniones para darse cuenta de la más generalizada. Ya nadie a lee a Jorge Ibargüengoitia. Si la respuesta no es como aquí supongo, o aún sigue el lector en el bando de los escépticos, puede darse a la tarea de contratar una agencia de investigación de mercados, que le muestre más allá de toda duda estadística si existe o no una leyenda que cuenta que ya nadie lee la obra de Jorge Ibargüengoitia.
Pero antes de perder el tiempo —y el dinero— indagando sobre cierta leyenda de la no lectura, valdría la pena hacernos una pregunta: ¿importa algo que ya nadie a lea a Jorge Ibargüengoitia? Olvidemos por un momento todo el discurso oficial sobre la lectura o, mejor aún, hagamos por un momento como que lo apoyamos y esperamos en realidad que México se convierta en un país de lectores. ¿Importaría en ese utópico país de lectores que nadie leyera a Jorge Ibargüengoitia? No, no importaría en absoluto, siempre y cuando Ibargüengoitia tuviera un hermano gemelo llamado Cástulo Ibargüengoita, plagiario, que hubiera publicado bajo su nombre toda la obra del hermano y que, por supuesto, el gran público lector tuviera en bien leer el trabajo el Cástulo Ibargüengoitia.
Es decir, es muy importante leer a Jorge Ibargüengoita. Sin mucha necesidad de entrar en polémica, voy a dar dos buenas razones para leerlo. Primera, porque cuando, en 1531, la reina Juana I manda instrucciones a la Casa de Contratación de Sevilla, en las cuales ordenaba que “no consyntays ni deys lugar a persona alguna pasar a las yndias libros ningunos de ystorias y cosas profanas salvo tocante a la Religion xpiana” estaba pensando justamente en los libros Jorge Ibargüengoitia, aunque por supuesto no lo sabía, en virtud de que el autor aún no había nacido y menos aún escrito una línea. Segunda, porque Voltaire escribió alguna vez “no estoy de acuerdo con tus ideas, pero lucharé por tu derecho a expresarlas” e Ibargüengoitia hubiera estado de acuerdo, y quizás hubiera escrito él mismo la frase de no ser porque el pensador francés se le adelantó unos doscientos años.
Comparar al nacido en Guanajuato con el nacido el nacido en París no es arbitrario, pues si bien a la distancia, ambos se baten con las mismas armas, pluma y papel, y atacan con las mismas técnicas, el ingenio, el humor y la ironía. Ambos, también, pueden situar sus historias en el lejano oriente o en una isla imaginaria, cuando no están aludiendo a otra cosa que su realidad más próxima. Él, Voltaire, ataca sin piedad las mieles de la Ilustración y a la idea del mejor de los mundos posibles; él, Ibargüengoitia, ataca sin piedad las mieles de la Revolución Mexicana y la idea del desarrollo en la América hispánica. Él, Voltaire, no vivió lo suficiente para ver la toma de la Bastilla. Él, Ibargüengoitia, no vivió lo suficiente para ver caer, en las “elecciones libres” del 2000, a su tan odiado Partido Revolucionario Institucional.
Ahí se encuentra la primera razón, siempre según la leyenda, de que ya nadie lea a Jorge Ibargüengoitia, una vez caído el régimen del que tanto noveló, cuando parecía que su permanencia en el poder sería eterna. Sin embargo, así como el parisino hubiera sentido una enorme tristeza al ver el avance del Terror en Francia, el guanajuatense se hubiera sentido doblemente ofendido, al ver que las cosas en México seguían igual tras la derrota del PRI y al ver que el nuevo presidente provenía justamente de la región del Plan de Abajo, trasunto de Guanajuato, de la cual el autor se mofó en varias de sus novelas. El francés habría dicho irónicamente que seguramente el Terror se debía a que vivimos en el mejor de los mundos posibles; el mexicano habría apuntado hacia su novela Maten al León, donde ya había anticipado las claves de la tragedia. Tras la muerte de Belaunzarán, el viejo león que gobierna la imaginaria pero completamente real isla de Arepa, no quedan otros sino los González del Rolls —llamados así para diferenciarse de otros González, que no tienen un Rolls-Royce— para gobernar el destino de la isla. Estos González del Rolls, caricatura perfecta de la clase media pujante que representa el PAN en México, éste mismo una caricatura, muestran ser tan incapaces para gobernar como en Maten al león muestran ser incapaces para darle muerte al viejo dictador.
La trama de Maten al león es engañosamente sencilla. Fábula para acabar con todas las fábulas de dictadores latinoamericanos, Maten al león cuenta la historia del último dictador de la isla de Arepa. Tras la muerte del candidato de oposición a las elecciones, un nuevo candidato es traído desde el exilio, en el primer avión jamás visto en la isla de Arepa. Pepe Cussirat, el nuevo candidato, abandona rápidamente la idea de ganar las elecciones y decide un acercamiento más directo al poder, el golpe de Estado y, por tanto, el asesinato del dictador. De ahí en adelante, la novela transcurre en varios intentos de asesinato contra el dictador, cada uno más malogrado que otro, mientras que nuestro “héroe”, Pepe Cussirat, sacrifica a todos sus amigos y conocidos antes de ser culpado el por los atentados. ¿Suena familiar? La novela del guanajuatense, más allá de una narración de la historia del PRI resume, lamentablemente, la realidad de México y de muchos países de América.
Motivo secreto de la leyenda según la cuál ya nadie lee a Jorge Ibargüengoitia: la transformación de esa leyenda en una realidad fehaciente, es decir, evitar que lleguen a las Indias, y a los indios, narraciones profanas como Maten al León, que pudieran provocar la menor toma de conciencia, el menor atisbo imaginativo, que llevara a estos indios —todos nosotros— darse cuenta de su situación. Ante el fracaso de Pepe Cussirat para matar al viejo dictador, el trabajo recae, casi por azar —aunque el azar no tiene cabida el la obra de Ibargüengoitia— en el profesor Pereira, que consigue lo que ningún miembro de la clase media arepense pudo lograr. No solo asesina a Belaunzarán, sino que lo logra al primer intento. Bien intencionada como puede ser esa acción, los González del Rolls y sus similares no tardan mucho en darse cuenta —aunque si se tardan un poco en darse cuenta— de que la muerte del dictador les conviene para poder apoderarse del país. Es decir, México después de las elecciones del 2000. Pereira queda inmortalizado como un mártir y la vida sigue en Arepa.
Afortunadamente, no todas las leyendas son ciertas, y esta en particular tiene muy poco de verdad. Hay muchas personas que todavía leen la obra de Jorge Ibargüengoitia, en los camiones, en el metro, mientras están sentadas en el baño. Su obra constantemente se reedita. Si pensamos de forma optimista, cada vez más y más personas leen a Ibargüengoitia y reflexionan sobre lo leído. Pero el propio autor no era nada optimista. Desilusionado e incomprendido en su tiempo, todavía es incomprendido en el nuestro. En un país donde la gran literatura es la literatura oficial, y los grandes narradores son ante todo grandes estilistas, la ironía y el humor de Ibargüengoitia, que no necesitan de una gran pirotecnia verbal, parecieran no tener cabida. La prosa de Maten al león no es nada sorprendente, en gran parte porque esto no es necesario. La historia que el autor nos cuenta es tan sencilla como es actual. Es la historia de una dictadura invencible: la dictadura de la estupidez. Una historia que, como Voltaire también nos recuerda, no es propia sólo de América, pero que, como muestra Ibargüengoita, es particularmente penosa en nuestras latitudes.
¿Qué escribiría ahora Ibargüengoitia? ¿Habría una segunda parte de Maten al león, ahora titulada Maten al zorro —Por el oriundo de Plan de Abajo— o El león del calderón? Por más ocioso que sea pensar en eso, creo que vale la pena preguntárselo. Ibargüengoitia se fue antes de tiempo, valga el lugar común, y con él se fue uno de los críticos más ácidos de la realidad mexicana y latinoamericana. Nos quedan sus libros. Nos queda, en particular, Maten al león, que si bien no tiene ninguna probabilidad de convertirse en lectura obligatoria en las escuelas —lo que aseguraría que no se volviera a leer nunca más— si corre el riesgo de que la leyenda se transforme en verdad, en una victoria más de la dictadura invencible. Para “librar a Arepa del tirano” bien se podría empezar por leer esta novela. O no. Eso ya depende de cada uno.
Comentarios
En fin, aparte de todo eso, Ibargüengoitia es dueño de uno de los títulos de libros más ocurrentes que me haya encontrado: Autopsias rápidas. Un genio