Flores en el ático, de V.C. Andrews
En mi infancia leí casi todas las novelas de V.C. Andrews habidas y por haber. Eran novelas llenas de crueldad, tragedias e incesto. Flores en el ático es particularmente cruel. Cuatro niños crecen encerrados en una habitación. En un episodio especialmente púrpura, el hermano mayor les da de beber de su sangre a sus hermanos para que no mueran de sed. En otro, cuando su abuela descubre al muchacho mirando a su hermana desnuda, los droga y a ella le corta el cabello.Todo era horrible y al mismo tiempo no podías dejar de leerlo. Era por supuesto, una de esas sagas que duraban veinte novelas, y leías una tras otra. No creo haber aprendido nada bueno leyendo a V.C Andrews, salvo comprender cabalmente lo que significa un placer culposo. Una vez llevé una de esas novelas a la escuela (no había dormido para terminar de leerla y me faltaba un capítulo). La maestra, que seguramente también era fanática de la serie, se aventó un discurso de media hora de cómo esas novelas no eran apropiadas para mi edad y que haría mejor en leer cosas más correctas, como la Biblia para niños o Platero y yo (por supuesto, odio Platero y yo).
La naturaleza de los libros es ser escandalosos. Cuando los ignorantes se avientan sus loas a favor de la lectura, imaginan un libro neutro, sin ideas, que hace a la gente dócil, pero ese libro no existe. Las campañas de lectura no te imaginan leyendo Flores en el ático de V.C. Andrews porque ni siquiera se imaginan que tales perversiones quepan en un libro de bolsillo. Pero la saga de los hermanos Dollanganger fue, entre otras cosas, mi primer entrenamiento en la lectura veloz, furtiva, secreta, esa que necesitas por fuerza si vas a leer toda tu vida.
Esta nota forma parte de la serie 30 libros.
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